Mañana de domingo

Era raro el domingo que no subían a La Alhambra. Todas las semanas la misma rutina. Se levantaban, desayunaban, se vestían y hacia las diez, salían a pasear los cuatro. Calle Gracia, Plaza Bibarrambla, Zacatín, Plaza Nueva, Cuesta de Gomérez, Puerta de las Granadas… y allí, la primera parada. Era como entrar en otro mundo. Atrás quedaba el bullicio de la ciudad. Delante, el bosque de La Alhambra. Poco a poco comenzaban a subir. Caminaban en silencio. El pequeño se solía adelantar para descansar en los inclinados y fríos bancos de mármol y allí, sentado, esperaba a que llegaran los demás. Cuando tenía que volver al camino le daba la mano a su padre y se dejaba arrastrar, ya entonces se cansaba con facilidad. Por fin, la Puerta de la Justicia. Justo a la entrada del Palacio de Carlos V, un hombre mayor vendía frutos secos, gominolas y chocolatinas. -Mamá, tengo hambre-. La bolsa de ositos con azúcar no duraba mucho. Había que compartir. Casi siempre paseaban por los mismos lugares. Sala de los Abencerrajes, de los Reyes, Patio de los Leones… Al niño le gustaba observar y perseguir con la mirada los peces de colores que habitaban las albercas. Se preguntaba cómo habrían llegado hasta allí. Sobre la una tocaba deshacer el camino. Ahora todo era más fácil. Desde el cerro de La Sabika bajarían hasta la vega: hasta la Huerta de San Vicente. Antes de llegar a casa paraban a tomar algo. Los hermanos casi siempre pedían un vino sin alcohol, y de tapa, un montadito. Eran casi las dos y media. Había pasado la mañana. Otra mañana de domingo.